jueves, 22 de octubre de 2009

Lost (3ª temporada, y última)


Como atracción el Reina de África era la leche; pero como barco, un timo.

De lunes a viernes dedicaba el día a prepararme para ser un buen marinero, y las noches a fumar en pipa, beber ron (con granizado de cola), hacer figuritas con trozos de madera y mi navaja suiza (regalo de la niña del exorcista en nuestro primer San Valentín... bueno, de la niña del exorcista, y de los siete demonios que la poseían), y a mear contra el viento sin que hubiese gota que me salpicase.

Los sábados salía con los muchachos, con el resto de la tripulación. Íbamos a La Casa Magnética, la mejor taberna de todo el Parque. Allí hice amistad con Tarzán, que trabajaba en la atracción de La Jungla. Un tío simpático, aunque un poco parco en palabras, sobre todo en verbos.

- Yo Tarzán, tú niño perdido.
- Que sí, que sí, tú Tarzán... págate otra ronda.

Tras nuestra ruptura la niña del Exorcista había empezado a salir con Tarzán, por despecho, porque sabía que los tíos cachas con taparrabos me tocaban los cojones, pero no duraron juntos ni una semana. La niña del Exorcista le dejó por un piloto de los coches de choque.

- Tarzán no poder hacer nada contra maromo de coches de choque. Yo llevar a niña del exorcista en liana, el llevar en deportivo. Eléctrico además, que no contamina. Qué cabrón - me decía mientras apuraba su séptimo segoviano
- Que sí, que sí, que no contamina... págate otra ronda.

No sé muy bien si era por el magnetismo de la casa, o por las ingentes cantidades de alcohol que bebíamos, pero siempre salíamos dando eses de aquella casa. Dando eses y cantando, que los dos éramos de los que se la pillaban cantarina. Aunque Tarzán solo se sabía una canción, que era una especie de grito paranoico.

- Joder, con la mierda el grito... apréndete el Clavelitos, coño - le decía yo.

Los domingos desembarcaba solo y daba un paseo por el Parque. En mi brazo dobladita con cuidado la chaqueta. Me gustaba terminar mi paseo en el laberinto de espejos, donde conocí a una niña que, como yo, se había perdido. Llevaba seis meses buscando la salida.

Sí, habéis acertado: surgió el amor.

Sí, también habéis acertado: la cosa no salió bien.

Joder, no era una niña: ¡eran miles! Nunca antes había visto caso tan grave de personalidad múltiple. Nunca antes, ni jamás después.

Temeroso de que detrás de esa niña mil veces fotocopiada hubiese mil suegras con mil escobas (y algún que otro trén) hice lo que un hombrecito amante de su soltería tiene que hacer en una situación como esa: salir por patas, y no volver nunca jamás al laberinto.

Temeroso, además, de que mi hígado reventase en mil pedazos decidí no volver a la Casa Magnética.

Temeroso, por último, de que los muchachos volviesen a meter en mi ausencia una serpiente en mi litera decidí no salir del barco.

Un día, cansado de hacer nudos marineros, de limpiar la cubierta, de sacar brillo a las coronas de barbotín, de mear contra el viento, bajé a la sala de máquinas, para ver que se cocía ahí dentro.

Y allí no si cocía nada ni nadie. No había ni calderas, ni motores, ni combustible, ni un triste jefe de máquinas. Me di cuenta que ese barco no iba a zarpar ni a empujones; de que estaría siempre amarrado a puerto; de que mi vida sería una eterna espera a levar anclas.

Seguí el consejo que el viejo capitán me dio una noche de nostalgia marina y abandoné el Reina de África en busca de un sueño mayor.

- Grumete, deberías conocer el Titanic. Eso si que es la polla marinera.

El resto de la historia, ya la conocéis.

O, al menos, ya la he contado.




jueves, 15 de octubre de 2009

Lost (2ª Temporada)


Vivir en el tren de la bruja no fue fácil; pero lo cierto es que, como experiencia para mis futuras relaciones de pareja, me vino de perlas.

La bruja me dio comida y techo a cambio de barrer su túnel. Todas las noches debía barrer cada centímetro cuadrado de aquel oscuro y tétrico tunel. Después, como la escoba que utilizaba para barrer era la misma que ella utilizaba para golpear a los clientes, debía limpiar la escoba. Con la lengua.

Cansado de vivir escupiendo pelusas decidí un día abandonar a la bruja, no sin antes llamarla hijaputa.

Yo, por aquel entonces, no sabía que significaba hijaputa; pero un día, en el cole, Paquito se lo dijo a la seño. Y ésta, tras darle un guantazo de los que hacen época, le castigo de cara a la pared el resto del día. Así que debía ser algo feo.

Me fui a vivir a las sillas voladoras. Dos semanas estuve viviendo en una exterior, con muy buenas vistas. Pero, creedme: vivir colgado de una silla dando vueltas no es muy agradable. Los mareos eran continuos, y nada podía cortarme los vómitos.

Desde entonces no soy capaz de caminar recto, y me paso la vida andando en círculos.

Entre que estaba pálido y ojeroso por culpa del dolor de barriga y el insomnio crónico, y que no paraba de vomitar, la niña del exorcista de la Casa del Terror se fijó en mí. Se enamoró perdidamente, y me llevó a vivir con ella a su cama.

Eramos la pareja perfecta. Un tándem único. Un binomio demoniáco. Entre sus "mira lo que hace la guarra de tu hija" y mis vómitos acaparamos todo el terror de la casa. La gente se pegaba por entrar a nuestro cuarto a vernos. También por salir de él, todo hay que decirlo.

Pero nuestra relación no tenía futuro. Probad a manteneros abrazado, románticamente abrazados, a vuestra chica en una cama que no para de elevarse, con una chica que no para de dar saltos, en un cuarto en el que no para de entrar gente. Imposible.

Y yo soy un romántico.

Con todo el dolor de mi corazón hice el petate, cogí mi parte de las ganancias (los japos no entendían ni papa del espectáculo, pero eran muy generosos con las propinas) y abandoné aquella casa del terror, y a aquella niña tan hermosamente poseída.

Ella se despidió de mí con un "eres un hijoputa". Y, como yo ya empezaba a entender lo que significaba esa fascinante palabra, me rompió el corazón.

Hice lo que un hombrecito con el corazón roto tiene que hacer en una situación como esa: beber para olvidar (granizado de cola fermentada, que pega que no veas), y hacerse a la mar con la esperanza de que la distancia sea el olvido.


[continuará]


jueves, 8 de octubre de 2009

Lost (1ª Temporada)


Recuerdo que una vez, de niño, me perdí en el Parque de Atracciones. Era la primera vez en mi vida que me perdía, aunque no la última. Si dijese lo contrario no sería un náufrago: sería un farsante.

Moría el primer lustro de los 70, o nacía el segundo, no recuerdo bien, y yo había ido a pasar el sábado al Parque de Atracciones en compañía de los que yo pensaba eran mis seres más queridos: mis padres, y mis hermanos.

Por aquel entonces yo de mayor no quería ser futbolista, como la mayoría de los niños. Yo quería ser Luis Ocaña, y vestirme de amarillo, a pesar de que no hay campo sin grillo, ni hortera sin amarillo.

Años más tarde, decidí dejar de querer ser Luis Ocaña para pasar a querer ser José Luis Laguía que, gracias a Dios, nunca ganó ese hortera maillot de lunares rojos que se enfundaba el rey de la montaña en el Tour de Francia. Lo suyo era el rojo de la montaña de la Vuelta a España. Cinco veces lo ganó, el tío machote. Y sin ruedines a los lados. El puto amo.

A lo que íbamos, que se me va el santo al Angliru.

A pesar de que, como ya he dicho, a mi me iban más los pedales que el balón, aquel nefasto sábado de verano del setenta y pico me quedé embobado con la que es posible que sea la atracción mas simple que ha existido nunca en el Parque de Atracciones: el penalty. Una portería enana, un portero gigante de madera moviéndose de un lado a otro, y un balón. El balón de tamaño estándar.

Ahí es nada. Alta tecnología al servicio del divertimento humano.

Así que allí estaba yo, viendo como los autoproclamados ante sus novias reyes del balón fallaban penalti tras penalti, cuando me percaté de que algo no iba bien: mi padre; mi madre; mis hermanos; mis seres, en difinitiva, por momentos un poco menos queridos, no estaban junto a mí. Ni a dos metros. Ni a diez.

No estaban.

Solo estaba yo.

Sólo.

Perdido.

Hice lo que un hombrecito tiene que hacer en una situación como esa: llorar como un cabrón.

Y funcionó. Una amable trabajadora del Parque se hizo cargo de mí.

"Se ha perdido un niño de..." ¿cuántos años dices que tienes, niño?

Diez, mentí.

Es que yo, además de Luis Ocaña, por aquel entonces quería ser mayor.

Sin ánimo de ofender, ¿no estás tú un poco enano para tu edad? "Se ha perdido un niño de diez años de edad que responde al nombre de Luis...", Luis me has dicho, ¿verdad?.

Si, Luis. Luis Ocaña.

"... que responde al nombre de Luis Ocaña. Viste maillot amarillo y es, además, el rey de la montaña", dijeron por megafonía.

Bueno, es posible que la última parte no la dijese aquella amable trabajadora del Parque y fuese yo el que la imaginase. Pero eso es lo de menos.

Tres meses estuve perdido en el parque de Atracciones. Alimentándome de palomitas de maíz y granizado de coca-cola.

Tres jodidos meses. Esperando. Con dolor de barriga, e insomnio crónico.

[continuará]



martes, 6 de octubre de 2009

Estrecheces


Me ha dicho el doctor que tengo los conductos auditivos muy estrechos. Como los de un niño.

- ¿Cómo los de un niño?

- Así es.

- ¿De qué edad?

- ¿Perdón?...

- Sí, como un niño, pero... ¿de qué edad, doctor?

- No sé... como los de un niño. ¿Qué importancia tiene la edad?

- Me gustaría saber en qué momento mis oídos decidieron que era mejor dejar de escuchar necedades.

- ¿Necedades?...

- Sí. Me gustaría saber en que momento de mi vida mis orejas dijeron basta.

- Sus orejas no son pequeñas. Son sus conductos auditivos.

- Da igual. Lo que importa es el interior. ¿No dice la gente siempre eso?

- Sí... supongo.

- No lo sabe, ¿verdad? No sabe por qué mis conductos auditivos son estrechos.

- Tal vez sus conductos auditivos no dejaron de crecer...

- No tiene ni puta idea.

- Tal vez lo que ha ocurrido es que en algún momento de su vida empezaron a menguar...

- No tienen ni puta idea. En temas de oídos no tienen ustedes ni puta idea.

- Le voy a recetar Trankimazin...

- ¿Para mi estrechez de oídos?...

- Sí... Eh... Sí.

- ¿Para mi estrechez de oídos me va ha recetar Trankimazin?...

- ¡Que sí, coño!... Tómese uno antes de dormir.

- Vale. Trankimazin... Por cierto, ¿quién cojones fue el necio que le puso ese nombre a un medicamento?...

- ...

- Trankimazin... tócate los huevos...

- Mejor tómese tres.

- ...

- Antes de las comidas.






[De Claudio, con cariño, para Elsa]