domingo, 29 de agosto de 2010

La vida a 80 por hora


El 100 del velocímetro se ha fundido. Enciendo las luces de mi coche y todo el panel se ilumina en verde, excepto el 100, que queda sumido en la más profunda oscuridad. Me di cuenta una mañana, al ir a la oficina. Entré en el maldito túnel que cruzo todas las malditas mañanas y, al encender las luces, el 100 no apareció en el velocímetro.

Al llegar a la oficina llamé a Teo, el mecánico del barrio, y se lo comenté. Me dijo que eso es imposible, que la iluminación del panel de mi coche es única: o se funde todo, o nada.

Aún así, le llevé el coche por la tarde.

- Efectivamente, se ha fundido.

- No se ve.

- Ni lo más mínimo.

- ¿Entonces?

- Nada. Ya te lo he dicho. En este modelo o se funde todo, o nada.

- Pero coño, tú mismo lo estás viendo.

- Sí.

- ¿Y?

- Que tendrás que vivir con ello. Como te he dicho, o se funde todo, o nada. No voy a desarmarlo. Desarmar esto es una jodienda. Te lo digo yo.

- ¿Y entonces qué cojones hago, Teo?

- Nada. Tal como se ha ido, volverá. Como los acúfenos, pero al revés.

- ¿Los acuqué...?

- Los acúfenos, ya sabes.

- No, no sé.

- No importa. Por cierto, los neumáticos te están pidiendo a gritos que los cambies. Los de atrás. Tú verás.

Y como yo lo que diga Teo va a misa, cuando sobre vehículos de motor se trata, inicié el camino a casa con mi 100 fundido, y dos neumáticos nuevos. Los de atrás.

El problema vino cuando esa misma noche me di cuenta de que, por increíble que parezca, mi coche estaba trasladando su avería al resto de la realidad.

Al salir de la ciudad y sobrepasar los 80 por hora el mundo comenzó a oscurecerse. Todo. El panel de mi coche. Las farolas que iluminan la autovía. Las luces de la ciudad tras de mí. La Luna en lo más alto. Los faros de los coches con los que me cruzaba. Fundido a negro del mundo.

Frené hasta poner el coche otra vez a 80 por hora, y el mundo volvió a recuperar sus luces nocturnas.

Fui todo el camino a casa a 80. Con las manos doloridas por la fuerza con que agarraba el volante. El miedo me hace apretar los puños.

Al día siguiente no le conté a nadie lo que me había pasado. Y mucho menos a Teo. Ni siquiera encendí las luces al cruzar el maldito túnel de todas las malditas mañanas, a sabiendas de que en la salida solía ponerse la Guardia Civil, y me estaba jugando una multa.

Al salir de la oficina me quedé sentado en el coche, fumando un cigarro tras otro, esperando que anocheciese, con la mirada fija en el 100 del velocímetro. Me fundí un paquete entero y, cuando cayó la noche, arranqué, me incorporé a la autovía, y aceleré hasta pasar de 80 por hora.

El mundo empezó a fundirse a negro otra vez. Pero, a diferencia de la noche anterior, no frené. Apreté a fondo el acelerador: si pasados los 80 por hora el mundo perdía la luz, lo más lógico era que al llegar a los 120 la volviese a recuperar.

Estaba en lo cierto, es sólo que… 

Maldita sea, no voy a contarles cómo es el mundo al otro lado del 100, cómo es ese infierno. No tengo palabras. Ni las fuerzas, ni el valor necesarios. Tan sólo decirles que me da igual si llego siempre tarde a todos los sitios, si cruzar el país en coche me cuesta una eternidad y media, o si me van dando las largas y llamando gilipollas todos los camioneros del mundo: yo de 80 no vuelvo a pasar en mi puta vida.

jueves, 26 de agosto de 2010

Azul eléctrico


En breve, en cuanto terminemos de pintar de azul la ciudad, estaremos de nuevo con ustedes.

Gracias por su paciencia.





PD: De azul eléctrico, por cierto.