lunes, 14 de marzo de 2016

El Diccionario de Bolsillo Roto de Pandemónium (IV)




Caipirina. Cóctel formado por cachaza, lima, azúcar, hielo, y aspirina.


Postalero. Dícese de aquellos que llevan postales en procesión.


Tenhedor. Que regala mal olor.


Verderecho. Molusco que no padece de estrabismo.


Zarzapatilla. Fruto de cierto arbusto deportivo.


jueves, 25 de febrero de 2016

Se hace saber

Reunida  la subdirección de este blog, formada por el ínclito Carlos Añejo, y tres de sus múltiples personalidades, las más indecisas y fáciles de manipular, se decide:

1) Declarar bollería non grata en este blog a los donuts totalmente recubiertos de chocolate, más conocidos como donuts bombón, permitiendo sólo el consumo de donuts cubiertos a mitad, más concretamente en su parte superior. Un donuts totalmente recubierto es como un filete empanado: esconde algo, y no puede ser nada bueno.

2) Erigir un monumento al creador de las Oreo Golden, o Golden Oreo, según vayas o vengas, de reciente descubrimiento por esta subdirección y que tienen a la susodicha totalmente enganchada a su sabor y textura, especialmente a la personalidad glotona de Carlos Añejo que, dicho sea de paso, no ha sido convocada a esta reunión ya que previamente se ha preparado una bandeja con Oreos Golden, o Golden Oreos, para su consumo durante las deliberaciones.

3) Que, y no por último éste es el punto menos importante, desde esta entrada, y hasta nueva orden, no se publicará una nueva entrada mientras la última publicada no haya recibido como mínimo un comentario. Se excluyen spams, y errores del tipo “no, si yo lo que quería es comentar en el blog de al lado”.


Anexos.

Anexo I al punto 3.

Lejos de ser, como estarán pensando muchos de los lectores de este blog, un acto de prepotencia por parte de este bloguero, esta polémica decisión es un acto de coherencia ya que recientes estudios paleodontológicos han demostrado que el O que queda en los comentarios de las entradas no comentadas no es más que un donut totalmente recubierto de chocolate. Y aquí, de esos, no queremos.


Fdo, la Subdirección de este blog



Post escritum al acta de reunión:

Hasta que no salga el puto inmaduro que ha chupado la crema de dentro de una de las oreo y ha dejado las dos mitades chupadas sobre la mesa no se convocarán más reuniones.


martes, 16 de febrero de 2016

Y los sueños cascotes son.


No consigo recordar si, cuando se podía fumar en todas partes, se podía fumar también en el cine.


Echo la vista atrás y me veo fumando en el metro, en el autobús, en el avión.

Recuerdo pedirle con un cigarro en la boca cuarto y mitad de queso en lonchas al charcutero; y al farmacéutico una caja de condones con un cigarro en la mano, encendido poco antes de entrar para mitigar la tensión del momento. Y recuerdo al funcionario fumando detrás de la ventanilla. 

Recuerdo fumar en el instituto, en el hospital, y en las bodas, bautizos, y comuniones.

No me hagáis mucho caso, pero creo recordar que alguna vez el médico te recibía fumando. O, al menos, recuerdo ver un paquete de ducados y un mechero sobre su mesa.

Pero, maldita sea, no consigo recordar si veíamos las películas fumando.

Imagino que no, que al igual que no se podía comer pipas, ni chicles, no se podía fumar en las salas de cine. Sí en el vestíbulo, o en el bar del cine. A mitad de película ponían en la pantalla el cartel de “Visite nuestro bar” y salíamos a fumar un cigarro, y a tomar un botellín. Cinco, diez minutos. No sé. Fumábamos, bebíamos, y hablábamos. Y entonces sonaba un timbre, y apurabas el cigarro y el botellín, y entrabas de nuevo en la sala, a seguir viendo la película. Sin prisas. Tranquilamente.

Y es que, tal vez, la gran diferencia entre estos tiempos que corren y aquellos pasados es que, aparte de que antes se podía fumar en todas partes y ahora en ninguna, antaño no teníamos tantas prisas para todo como tenemos ahora. Esperar formaba parte del día a día. Y, tal vez, sólo tal vez, eso de esperar, qué demonios, tenía su encanto.

Quedabas con tu chica a las ocho en el banco del parque y si a las ocho y cuarto no había llegado todavía, esperabas. Fumando. Porque fumando esperas. Y cuando a las ocho y media aparecía, con cara de culpabilidad, tú la mirabas con cara de reproche, y la cogías de la mano para ir donde fuese, no importaba dónde, porque en ese momento no había prisa por llegar a ningún sitio.

Ponías la tele y, si no había nada interesante, cambiabas de canal; y, si tampoco había nada interesante, pues esperabas a que empezase algo interesante, en cualquiera de los dos únicos canales que teníamos. 

Terminado el Sorteo de Navidad esperabas hasta el día siguiente a que los periódicos sacasen, en papel, la lista oficial de números premiados, para ver si te había tocado al menos una pedrea.

Esperabas al telediario de las tres para saber qué había pasado en el mundo. Y, si no llegabas a tiempo para verlo, no pasaba nada. Esperabas al de la noche. Y si no lo veías, ya verías Informe Semanal el sábado. No había prisa por ver lo dramático que es todo en este mundo.

Ahora, si quedas a las ocho y a las ocho y cinco no has llegado, ya te están mandando un wasap al móvil preguntando dónde estás. ¿Qué ha pasado? ¿Vas a tardar mucho? Y así cada cinco minutos hasta las ocho y media. 

Y si pones la tele y no hay nada interesante cambias de canal, y cambias de canal, y cambias de canal, y cambias de canal, y si en los treinta y ocho canales que tienes no hay nada te desesperas, porque no puedes esperar a que empiece algo interesante.

Y a los cinco minutos de terminado el sorteo de Navidad ya sabes que no te ha tocado ni una puta pedrea, porque, por supuesto, no puedes esperar hasta el día siguiente para saber que eres un primo, que te has gastado una pasta gansa a lo tonto. 

Y si hay un terremoto en las antípodas, o un gran incendio, o un tsunami, o un atentado, no puedes esperar a la noche para ver los cadáveres, para ver a gente anónima con su vida destrozada para siempre. Necesitas verlo ya, en tu móvil.

Y, la verdad, no sé por qué esto es así. Que respondan los sabios.

Volviendo al cine, en mi barrio había un cine. Un cine de barrio. Con su única sala, su olor a ambientador que solo tenía ese cine, su bar, su sesión continua, y su prohibición de comer pipas y chicles. Vamos, un cine como Dios manda.

Un día, el cine echó el cierre. La verdad, sigo sin entender por qué, porque en el cine de mi barrio ponían las mismas películas que en cines de la Gran Vía, con una semana de retraso con respecto al estreno en los grandes cines, eso sí, pero más barato. Esperabas una semana a que la película del momento llegase al cine del barrio, y te ibas tranquilamente dando un paseo a verla. No había prisa.

Imagino que el motivo del cierre fue que la gente cayó rendida ante el encanto de los multicines. Diez salas, con diez películas distintas donde elegir, en diez horarios distintos, y rodeado de tiendas y restaurantes donde puedes comprarte esa camisa que te sienta tan bien, y comerte esa hamburguesa que te sienta tan mal. Yo, sinceramente, no le encontré ningún encanto a los multicines que abrieron en el pueblo. No por lo de las tiendas o las hamburguesas, que me parece perfecto, es que las salas eran una puta mierda, las películas se veían de puta pena, y el sonido era pésimo. Y no tenían ese olor a ambientador que solo tenía el cine de mi barrio.

Tras el cierre, el cine de mi barrio, que era un edificio independiente, quedó ahí como un monumento a tiempos pasados y, según mucha gente, entre ellos Karina, mejores. De vez en cuando lo utilizaban para grabar alguna película, o alguna serie, de policías, creo recordar, o para dar algún premio u homenaje a algún vecino ilustre, que haberlos, los había.

Y un día, alguien entró en el bar de la esquina y dijo que iban a derribar el cine.

¿Los multicines?

No, el cine. Van a hacer un bloque de viviendas con calidades de lujo.

Cagoenlaputa.

Y la cerveza nos supo amarga ese día.

Me han dicho que Serrat le canta a los fantasmas del Roxy. El cine de mi barrio no era famoso como el Roxy, ni ha tenido nunca fantasmas más allá de algún chulito de barrio que le gustaba pavonearse ante las chicas, pero el día que lo derribaron la gente del barrio se pasó para darle su último adiós, y alguna que otra lágrima cayó en la arena del descampado. Hubo gente que cogió un cascote del cine ya derribado y se lo llevo a casa, a casa de sus padres, porque por aquel entonces todos vivíamos todavía en casa de nuestros padres, cada uno en casa de los suyos, eso sí, nunca cambiábamos de padres, porque al igual que el cine de mi barrio era un cine como Dios manda, nosotros éramos hijos como Dios manda, es decir, respetábamos a nuestros padres, a los padres de nuestros padres, a los padres de los padres de nuestros padres, y al padre Alfredo, que era el cura del barrio, al que, por cierto, le encantaba ir al cine a ver las de romanos.

Cuando esos hijos como Dios manda se hipotecaron y se fueron de casa de sus padres a casa propia imagino que se llevarían consigo el cascote del cine del barrio, y lo guardarían en el trastero, metido en una caja de zapatos. Junto al ZX Spectrum, y a la caja con los casetes.

Y un día de estos subirán al trastero, a buscar una herramienta, y verán la caja de zapatos, llena de polvo, y se preguntarán qué demonios guardarían dentro. Y al abrirla se encontrarán con el cascote, y mirarán asustados hacia el techo pensando que se está derrumbando el edificio, el mundo, o la vida, que, dicho sea de paso, no es más que una mala película de serie B que se proyecta en cinecascote.