jueves, 21 de diciembre de 2006

Próxima estación: Desesperanza


Últimamente estoy de un agradable con los extraños que no hay quien me aguante. Cajeras, dependientes, peatones, taxistas, taquilleras, el conductor del autobús, el hijoputa que se me cuela en la cola del cine. Lo de hijoputa lo digo con cariño, que conste. Todos reciben de mi una sonrisa, unas palabras agradables, trato educado.


Con los conocidos no estoy siendo tan generoso en sonrisas. Los amigos, la familia, los compañeros del trabajo, la vecina del primero que está como un tren... No, con los seres queridos en general no estoy muy agradable, la verdad, pero es que esos ya tienen mi cariño y mi respeto, no necesitan que se lo vaya demostrando a cada momento.


Desde aquí les pido disculpas a todos.


En las grandes ciudades, y cada vez más en las pequeñas, se está perdiendo el contacto entre desconocidos. Al menos esa es mi experiencia, tal vez intoxicada por el hecho de que no soy un animal muy social. Es muy raro que en una urbe dos desconocidos se pongan a charlar por el mero hecho de ser amables, de mantener una conversación agradable, por amor al arte (excluyamos de este planteamiento esas conversaciones que tienen como fin saciar nuestras necesidades sexuales, esas conversaciones que no se inician por amor al arte, esas que tienen como único fin terminar la noche amando y, si se está inspirado, con arte); y mucho más raro es que se dé en el metro, territorio comanche en el que cada uno es enemigo del desconocido de al lado. Y ya que ocurra en el metro en hora punta, cuando cada uno cava en ese metafórico territorio comanche una profunda trinchera de 20x20 centímetros de la que no le mueve ni Dios, ni con palabras amables, ni con una toledana dura y afilada, ni con la madre que te parió metete el puto codo por el culo. Que ocurra en el metro en hora punta, digo, es prácticamente imposible.

Pero ayer ocurrió. Mi amabilidad tuvo sus frutos. Dulces y sabrosos frutos. Una desconocida se me apareció ante mí en forma de ángel de palabras para regalarme una conversación amena e instructiva en el metro. ¡Y en hora punta!. Y sólo porque le ayude con su maleta que dicho sea de paso, y no estoy exagerando, era más grande que ella. La pobre, una vez consiguió entrar en esa caja de muertos que es un vagón de metro se encontró atrapada entre la puerta del vagón y mil millones de madrileños encabronados por su mala suerte, y por su puta vida, que les obliga a madrugar para ganarse el pan y a viajar como borregos en un medio de transporte tan agresivo como deprimente. La pobre era una piedra en el camino que todo el mundo quería quitarse de encima de una patada. Y allí estaba yo, para moverla la maleta cada vez que se abrían las puertas y las hordas bárbaras entraban y salían a lomos de elefantes desquiciados por el dolor de las caries de sus colmillos. Allí estaba yo para buscarla un sitio más seguro cuando uno de esos soldados con cara de perro abandonaba su trinchera. Allí estaba yo para cogerla un asiento con vistas al mar cuando el vagón quedó medio vacío en una de esas estaciones en las que alguien grita marica el último y todo el mundo abandona el barco, las ratas primero.


Y conseguimos sentarnos juntos, y entonces ocurrió el milagro, hablamos largo y tendido durante una docena de estaciones, y ella me contó que estaba de paso en la ciudad, que venía de Berlín camino de su Badajoz del alma donde iba a pasar las Navidades con sus seres queridos a los que ella sí sonríe y demuestra su cariño a todas horas no como otros bordes desagradecidos (esto es cosecha propia, auto-flagelación); y que en Berlín el metro no es un puto caos (lo de puto también es cosecha mía, ella sí hablaba como las personas educadas); y que allí no hay perros callejeros porque si tienes un perro te subvencionan con 150 euros, y que si eres madre y estudiante a la vez te dan 1500 euros mensuales los tres primeros años (tanto ella como yo deducimos que casi con toda seguridad en Berlín terminará habiendo muchos más niños que perros). Y me contó que vive en el Berlín Oeste en una habitación de 32 metros cuadrados por 200 euros al mes; y que allí no hay delincuencia; y que a los vagabundos también les dan una ayuda mensual.


Y aunque en su boca todo eran maravillas hacia la ciudad que recientemente le había adoptado noté que en sus ojos todo era dicha por regresar a casa, al hogar, a ese hogar que siempre te acompaña en el corazón, con sus defectos, sus miserias y sus penurias. Y así quise decírselo pero entonces me di cuenta de que el metro había parado en mi estación y que tenía que salir de allí para seguir con mi mala suerte y con mi puta vida, y me levante al grito de "es mi estación" y ella me dijo encantado de conocerte, y yo sólo tuve tiempo de decirle, en un alarde de imaginación, "que te vaya bien"... nada más... no pude despedirme de ella... ni un "ha sido un placer"... ni un "gracias por sacarme de la triste rutina de lectura de diarios gratuitos de todos los días"... nada...


Ni siquiera pude confesarle que soy un náufrago en una palangana.


C.A.


PD: Sí, lo sé, si esta historia hubiese terminado con los protas follando como locos en un vagón vació hubise sido más interesante, pero entonces todo lo que he contado no hubiese sido más que una gran y desesperada mentira.

1 mensajes en la botella:

Anónimo dijo...

No sé...no lo tengo claro. Me estoy preguntando en qué grupo, de los dos definidos ahí arriba, podría incluirme. Y,la verdad, usted amable, lo que se dice amable conmigo, como que no, así que va a ser que en el segundo grupo, en el de los conocidos en"general". Oiga... Sr.Náufrago, ¿qué tal si de vez en cuando me trata como a una desconocida total y se estira con alguna amabilidadad?...Sólo por saber qué se siente...Le juro que es curiosidad malsana.
PD:Por cierto, si el final de la historia hubiera acabado de otra forma es que el náufrago no sería de por aquí,sería "yankie".