publicado el 23 de mayo de 2157 en Diario de un náufrago en un agujero de gusano
En el 2027 el escritor más leído en el mundo era el británico Joseph Littlebitch. Y lo era desde el 2019, fecha en la que publicó la que sin duda es su mejor obra: Te vas a cagar cuando te lo diga.
Cada nueva obra de Littlebitch, que era un autor prolífico que llegó a escribir hasta cinco novelas al año, era aclamada tanto por la crítica como por el gran público. Todo el mundo se rendía ante su prosa. Todo el mundo tenía una de sus obras como libro de cabecera. Todo el mundo quería leer a Littlebitch. Y los millones de aspirantes a escritor que caminan por el mundo querían, además, escribir como él.
Pero, en contra de lo que dicta la lógica, Littlebitch a pesar de ser el escritor más leído no era el que más vendía. Es posible que en la lista de los escritores que más ganaban estuviese el último.
En el 2026 Littlebitch, tras ganar el Premio PepsiCo de Literatura, el galardón más importante desde que con la desaparición de Suecia como país desaparecieron también los Nobel como premio, decidió donar su obra a la humanidad. Prohibió la venta de cualquiera de sus obras, e impulsó un proyecto por el cual sus libros se regalarían en las escuelas. Y no sólo a los alumnos. Cualquiera podía pasarse por una escuela pública y llevarse uno de los libros de Littlebitch. O toda su obra, si quería.
Littlebitch no daba conferencias, ni escribía para ningún periódico o publicación. No firmaba ejemplares, ni participaba en tertulias televisivas. Tan sólo iba de vez en cuando al programa de Charles Oldder, un escritor mediocre que tenía un programa literario en una cadena local y que era amigo de la infancia de Littlebitch. Lo hacía gratis, y para hablar de fútbol, que era su gran pasión. Joseph Littlebitch, a pesar de haberse criado en Londres, era del Liverpool. Como su padre.
Vivía de una mísera pensión de invalidez que le daba el estado. Littlebith perdió una pierna en la Gran Guerra del 17, la guerra del Petróleo. También perdió a su hermano, a la mujer que amaba, y a una gran parte de sus amigos. Y dicen que también la inocencia.
El estado había tasado en 1540 eurodólares al mes (40 eurodólares más que el salario mínimo interprofesional) el valor de su pierna amputada. Y eso era lo que recibía.
Pero él no necesitaba más.
En abril de 2027, por un error burocrático, Littlebitch. dejó de recibir su pensión e, incomprensiblemente, ya no volvió a recibirla nunca más. Littlebitch. luchó por lo que consideraba que era suyo. “Fui a matar o a morir obligado, y por una causa que entonces no comprendía y que ahora que comprendo no considero fuese justa” dijo en el programa de Oldder el primer y único día en el que no hablaron de fútbol. “Maté por petróleo, y algo de mí murió por petróleo. Y ahora quiero mi pierna o, en su defecto, mi pensión”.
Pero la burocracia es así. Si un funcionario pone que dos menos uno es igual a cero y otro, dos meses mas tarde y dos plantas más arriba, le pone un sello de visto bueno a esa operación, dos menos uno serán igual cero. Diga lo que diga Dios, el Diablo, o el mismísimo Joseph Littlebitch.
Inició una lucha legal para recuperar su pensión, pero perdió. Su caso, evidentemente, se hizo público. Miles de seguidores se ofrecieron para ayudarle económicamente. Pero Littlebitch no quería limosna, sólo quería lo que era suyo. Lo que se había ganado perdiendo parte de su ser. Rechazó cualquier tipo de ayuda, y desapareció. Nadie supo nada de él durante los cinco siguientes meses.
Hasta que el 18 de diciembre de 2027, a la hora del desayuno, el director de The Guardian recibió una carta manuscrita y firmada por Joseph Littlebitch. En ella Littlebitch anunciaba que el 20 del mismo mes, a las 15:00, daría una rueda de prensa que cambiaría el mundo. O al menos el mundo de la literatura. La rueda de prensa tendría lugar en la Sala Christie’s de Londres.
Y así fue.
Littlebitch. entró en la sala de prensa de la Sala Christie’s con cinco minutos de retraso. Estaba delgado. Llevaba una espesa y canosa barba descuidada que le hacía irreconocible excepto en las distancias cortas. Había dejadez en su peinado y en sus ropas. Y llevaba una pequeña caja plateada bajo el brazo. Los flashes de las cámaras, que disparaban sin cesar intentando captar una fotos que antes de revelarse ya se antojaban históricas, rebotaban en la caja multiplicando su brillo. Se sentó, bebió un poco de agua, se encendió un cigarro ante el gesto de desaprobación de la directora general de Cristie’s que, sabiamente, no osó recordarle al escritor la prohibición de fumar en sus centros, y comenzó a hablar.
... continuará ...