jueves, 27 de septiembre de 2007

Pasatiempos palanganeros: la foto incógnita


Corren malos tiempos para las banderas en este pais. Y para los monarcas.

Yo, que no quiero tener ni patria ni bandera, tampoco puedo olvidar que, como dijo el poeta, debajo de mi hay un suelo, y por encima un cielo. O algo parecido. Y que desde pequeño siempre he llevado en mi interior abanderado.

Que cosas más raras dicen los poetas.


La siguiente foto ha sido tomada en las calles de Madrid (por cierto, el martes 2 de octubre a las 16:00 encuentro con Quique González en el ep3).






La pregunta es: ¿dónde ha sido tomada exactamente esta foto?.

A. En la calle Osa Mayor, esquina con el callejón de la Estrella Fugaz, también llamado el callejón de los deseos perdidos.

B. En el número 13 de la calle Melancolía, quiero mudarme hace tiempo al barrio de la Moraleja.

C. Entre las Ventas y Chamberí, fumando a medias en las calles de Madrid.

D. En la Moncloa.

Mete una moneda, pulsa la opción que consideres correcta, y dale a la palanca.

precio de la palanca: 16 comentarios + IVA

jueves, 13 de septiembre de 2007

El asterisco de Damocles

Gracias a Dios, ya puedo dormir tranquilo. Hoy sé que sigue viva. Que no la maté.

Todo comenzó un frío día de finales del mes de agosto, en un oscuro vagón del metro madrileño. Acababa de iniciar la lectura de Galápagos, del recientemente fallecido Kurt Vonnegut, y me encontraba por la parte en la que el autor empieza a poner un asterisco junto al nombre de aquellos personajes a los que no les quedaban más que unas horas de vida. Kurt Vonnegut es así, tiene estas rarezas. Estoy convencido de que si él hubiese escrito Diez Negritos hubiese puesto un asterisco junto al nombre del asesino. Que más da quién es el asesino, lo que importa es que hay un asesino. Veamos como mata.

El detalle de marcar a los futuros cadáveres con un asterisco se me debió quedar grabado en la mente porque en un momento en el que abandoné la lectura de mi libro para ver a quien pertenecían las hermosas piernas que acababan de sentarse frente a mí, me encontré con que la hermosa dueña de esas piernas, una viajera habitual de ese vagón, tenía un asterisco del tamaño de un tomate flotando sobre la cabeza. A veces la imaginación me juega este tipo de malas pasadas, así que no le di importancia.

Cuando al día siguiente no me la encontré en el vagón, como era costumbre, seguí sin darle importancia, pero ya se me empezó a formar sobre mi cabeza un nubarrón negro cargado de dudas.

La cosa va de tener algo sobre la cabeza, parece.

A los tres días de ausencias continuadas por parte de la bella usuaria del metro el nubarrón descargó todas sus dudas en forma de pesadas gotas de miedo que me golpearon la cabeza dolorosamente. La he matado, pensé.

No has sido tú, ha sido tu maldita imaginación, me decía a mí mismo todas las noches. Y entonces la Culpa salía de entre esa telaraña que todas las culpas tejen en las esquinas de nuestros dormitorios y me decía, señalándome con su maldito dedo acusador, ¡la has matado!, ¡asesino!, ¡arderás en el infierno!. Todos los días la misma charla... bueno, menos el sábado, que me sorprendió con un ¿¡te importaría dormir en el sofá esta noche, que tengo una velada romántica con el Odio!?, apuntándome con el dedo, por supuesto. Un buen tipo el Odio, por cierto, aunque un poco borde.

Y así durante dos semanas. Hasta hoy, maravilloso día en el que ella ha entrado en el vagón luciendo un hermoso bronceado, una triste cara post-vacacional, una camiseta con la foto de matilde y el texto ‘Matilde somos todos’, o ‘Todos con Matilde’, no recuerdo bien, y bajo el brazo mi último libro de autoayuda: “Es fácil dejar de ser un náufrago si sabes cómo”.
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Bueno, vale, a lo mejor era él último del Bucay ese, pero es que el que todo se haya solucionado no significa que la imaginación no siga jugándome malas pasadas.

martes, 11 de septiembre de 2007

¿Quién se ha llevado mi pieza?

Matilde es una apasionada de los puzzles desde los seis años. Tiene miles, de todas las categorías y dificultades. Y tiene tiempo libre para disfrutar de su pasión. Matilde, a sus veintiocho años, no trabaja. Vive de lo que recibe por la patente de un invento que creó mientras estudiaba el bachiller: una cortadora que hace de las tostadas puzzles. Las hay de seis y doce piezas. Cuando antaño le contó a su padre la idea éste le dijo que era una soberana gilipollez. Para su padre todas las gilipolleces eran soberanas, pero con el tiempo se dio cuenta de que esta gilipollez, además de soberana, era rentable. No hay hogar en el que se coman tostadas que no tenga una de las cortadoras de Matilde.

Hace dos días a Matilde le ha dicho su novio que ya no la quiere, y se ha marchado dejándola el corazón roto como un puzzle. Y, como no podía ser de otra manera, sentada frente a la mesa de la cocina, Matilde se ha puesto a juntar las piezas de su pobre corazón, para seguir viviendo, que la vida son dos piezas.

Pero Matilde está desesperada, le falta una pieza. Busca y rebusca, pero no aparece. Y llora desconsolada sobre su corazón troquelado mientras se pregunta quién se ha llevado su pieza.

viernes, 7 de septiembre de 2007

6'995 euros

Acabo de terminar de leer 13'99 euros, de Frédéric Beigbeder.

La novela prometía, pero a mitad de libro estaba tan hasta los cojones del rollo victimista del prota que me he pasado la otra mitad deseando terminarlo, para ver si con suerte se metía una sobredosis de coca, se tiraba a las vías del metro parisino, o se pegaba un tiro sentado en el toilet de su casa. Octave Parango no es una víctima de su profesión, ni de la sociedad, ni de nada externo a él. Octave Parango es una víctima de su propia gilipollez.

O puede ser que una vez llegados al ecuador la historia va perdiendo fuelle a pasos agigantados.


Octave, macho, tienes tanto que aprender de Ignatius J. Reilly.

jueves, 6 de septiembre de 2007

Este blog será una ruina.

He estado visitando mi antiguo blog, y me he dado cuenta de que un blog abandonado es como una casa abandonada.

En una casa abandonada lo primero que desaparece son los cristales de las ventanas. Luego las puertas. Una ventana o una puerta en una casa abandonada duran lo que tarda alguien en decidir que va a entrar a esa casa. No más.

Los azulejos tirados en el suelo, rotos y sucios, son un clásico en las casas abandonadas. Nunca he terminado de entender por qué los azulejos de los cuartos de baño comienzan a desprenderse cuando la gente abandona la casa. Tengo la impresión de que los azulejos tienen una dependencia compulsiva de sus dueños, y les da por suicidarse cuando se les abandona. Los azulejos más bajos, los que se codean con lo más bajo del alicatado, las baldosas, lo tienen jodido para suicidarse. Un azulejo no sabe trepar.

Una casa abandonada se convierte en ruinas cuando cae el techo. Para una casa dejar de cubrir aguas es como para nosotros dejar de respirar. El techo es la base de una casa, aunque suene contradictorio. Cuando una casa pierde el techo, muere.

En un blog las imágenes, los gráficos, los dibujos, etc. son ventanas. Y los enlaces puertas. Por eso cuando uno abandona un blog estos dos elementos son lo primero que desaparece. Allá donde había una imagen aparece un aspa rojo, cruz, X, o como queráis llamarlo. Y donde había un enlace no hay más que palabras que no llevan a ningún sitio, bueno, sí, a una página de error, que debe ser como el por todos conocido “vuelva usted mañana” de las ventanillas, pero en la red.

Un blog abandonado se convierte en ruinas cuando deja de recibir comentarios. Para un blog dejar de tener comentarios es como para una casa dejar de cubrir aguas. Los comentarios son el techo de un blog, aunque suene contradictorio porque siempre están abajo. Cuando un blog pierde los comentarios, muere.

Tal y como anunciaba en su blog Clandestino (pitoniso Clandestino a partir de ese día) he decidido que voy a abandonar el blog. Voy a cerrarlo. En octubre. Tiro la toalla. Y un par de azulejos. El techo ya se caerá con el tiempo.

Hasta entonces mis entradas tendrán algo de autodestructivo, que no sé muy bien que significa, pero no por ello deja de ser cierto. ¿No?


martes, 4 de septiembre de 2007

Nostálgicos, ancianos, y otros enfermos.

Hoy he decido pasar de comer y dedicar la hora de la comida a dar un paseo. A callejear. Necesitaba pensar en mis cosas, y en la oficina tienen la mala costumbre de no permitirme pensar en mis cosas, tan sólo en las suyas.

Son unos egoistas.

A medio paseo he decidido ir a tomar una caña al bar que estaba junto a la sala de exposiciones donde ella me llevó para conocer mejor cómo era su trabajo, aunque fuese a traves de las obras de otros. De ese día me quedó el recuerdo de ella en un bar intentando explicarme el significado de todo lo que había visto, mientras yo tomaba unas cervezas ensimismado por la belleza de sus ojos miopes. Lo que significaban aquellas obras no me interesaba lo más mínimo. A mí me interesaba lo que significaba ella para mí.

Soy un egoista.

Al llegar al bar en cuestión me he encontrado con que ya no existe, ha desaparecido, y en su lugar han levantado una agencia de publicidad. Irremediablemente ha aumentado mi ya bastante crecida publifobia, y con ella una desagradable sensación de robo que ha hecho que estuviese a punto de apedrear los cristales de la agencia, como hacía Sabina con una sucursal del banco Hispanoamericano en aquel pueblo con mar.

Los nostálgicos somos así. Unos enfermos. Si nos quitan algo que nos trae buenos recuerdos pensamos que nos han quitado también los recuerdos. Que nos los han robado.

La nostalgia es lobo para el hombre.

Como los delitos, sean robos o asesinatos, me ponen nervioso y yo cuando estoy nervioso fumo (mentiría si dijese que cuando no lo estoy no fumo) he ido a un estanco y he comprado un paquete de Winston sin vitaminas. Lo de las vitaminas es porque el anciano que me precedía en la compra le ha pedido a la amable y hermosa dependienta que atendía detrás del mostrador un paquete de tabaco vitaminado. Su teoría era que si hay tabaco mentolado, ¿por qué no puede haberlo vitaminado?. Esta teoría se la ha expuesto a todavía amable y siempre hermosa dependienta mientras babeaba mirando el escote que la inexplicablemente amable y más que nunca hermosa dependienta había decidido esta mañana regalar a la humanidad.

Los ancianos son así, unos enfermos a los que las dependientas se la ponen dura, aunque sólo sea en su cabeza.

Mientras la amable y etcétera dependienta me atendía, ya sin la molestia del anciano, he estado a punto de contarle mi teoría sobre la erótica del mostrador, pero he decicido que quizás aquella hermosa dependienta dejaría de ser amable si le confesaba que los hombres imaginamos que las mujeres que trabajan detrás de un mostrador van desnudas de cintura para abajo. Aunque pensándolo friamente, si es que algo así se puede pensar friamente, tal vez yo sea el único hombre que piense eso.

Mucho me temo que seré un anciano enfermo al que las dependientas se la pondrán dura, aunque sólo sea en mi cabeza. Si no muero antes de inanición, claro.

Creo que voy a ir a comer algo.

Sí, será lo mejor.

lunes, 3 de septiembre de 2007

Relojero a tus puñetas

Las mesas de los relojeros tienen, además de multitud de piezas colocadas sobre ellas en un orden caótico que supongo sólo serán capaces de entender los relojeros, una característica muy especial y yo diría que única en el apasionante universo de las mesas. Fijaros bien la próxima vez que vayáis a cambiar la pila de vuestro reloj de pulsera y veréis como las mesas de los relojeros tienen apoyabrazos. Como las sillas, los sofás, los tronos, y los amigos de los borrachos, aunque en este último caso la lingüística ha preferido cambiarle el nombre por el de hombros.

Pero los apoyabrazos de las mesas de los relojeros no son unos apoyabrazos cualesquiera. Están preparados para que el relojero, cuando esté sentado frente a la mesa, mantengan sus brazos de manera que sus manos queden una frente a otra y a una leve distancia de la cara del relojero, en una clara posición ventajosa para la manipulación de cualquier artefacto de pequeño tamaño como es, por ejemplo, un reloj o cualquiera de las piezas que lo componen.

Nótese, por otro lado, que la postura que una mesa de relojero te hace adoptar es también perfecta para otro tipo de actividades como son la de pensar, esperar, o hacer puñetas, es decir, entrelazar los dedos de las manos y darle vueltas a los pulgares uno alrededor del otro. Ruego no confundir con otras acepciones del término puñetas.

Hacer puñetas con los pulgares es un noble arte que se está perdiendo desde la llegada de las nuevas tecnologías. Ahora, por ejemplo, cuando la gente tiene que esperar, por lo que sea, en lugar de hacer puñetas como se ha hecho toda la vida coge su móvil y manda un sms a ese amigo que hace meses que no ve, del que hacía meses que no se acordaba, y del que probablemente no se acordará hasta que tenga que volver a esperar por algo o por alguien. El texto es un estándar pactado secretamente por las operadoras telefónicas e inducido subliminalmente a los usuarios por medio de las facturas telefónicas, esas hojas que nos llegan al buzón metidas en unos sobre y que llevan una interminables lista de lo que parecen ser números telefónicos, pero que debe ser algún tipo de código de programación secreta que se nos mete en el cerebro y que nos lo programa para mandar el texto en cuestión. A saber: “Hola. ¿Qué tal todo?.”. También hay un texto estándar inducido secretamente como respuesta cuando recibimos el sms anterior: “Bien, ¿y tú?.

Como todo código de programación que se precie tiene errores que pueden provocar en el usuario respuestas tan anómalas como ponerse a escuchar con el volumen al máximo todos y cada uno de los tonos de llamada que trae de fábrica el teléfono, o escribir la primera parte de El Quijote con la opción de “sonido en pulsación de tecla” activado. Estos errores se dan siempre en lugares públicos, como pueden ser el metro, el autobús, el bar de la esquina, o la sala de espera del hospital, ese lugar donde por favor, se ruega silencio.

Yo creo que si en lugar de llenar el mundo de móviles lo hubiesen llenado de mesas de relojeros seriamos todos más felices.

Pero es una opinión personal, así que podéis mandarme a hacer puñetas si no estáis de acuerdo.